EN EL BOSQUE, DENTRO DEL BOSQUE
En el bosque, dentro del bosque
Los
pájaros no cantan. La niebla lo cubre todo. No hace frío. No hay sol. Pero si
luz. Luz blanca, omnimoda, que ciega traicioneramente. Que te obliga a mirar
como si sospechases. Como si realmente sospechases, aunque tan sólo estés
molesto por su intensidad.
A tu derecha debería haber un río. Hay un
río. Lo oyes, pero no lo ves. La niebla lo cubre, como cubre todo.
Has avanzado unos pasos, luego otros más,
confías en que la niebla sea sólo un banco, un girón denso de incertidumbre,
pero has olvidado lo cerca que esta el río, te has resbalado con el musgo y las
piedras. Has caído. Te has mojado y cuando te has querido volver a incorporar,
algo te ha golpeado. Ahora no maldices, ahora no sientes miedo, ahora
simplemente intentas aferrarte a algo, salir, no seguir tropezando, cayendo y
alejando de la orilla, de la mochila,
del teléfono, de la seguridad perdida.
….Y ahora
todo ha parado, estas mojado, pero respiras.
Miras y ves. Ha desaparecido la niebla y con
la niebla la ribera y el camino. No sabes en que remanso has parado. No conoces
el paraje. Ignoras cuanto tiempo has sido juguete del agua. Han desaparecido
los hitos, las sendas y las marcas. Y estas en el bosque, dentro del bosque.
Y ahora que todo ha parado, que estas
mojado, pero respiras, respiras miedo y certidumbre. La certidumbre de tu
obligado emboscamiento. La realidad de
tu desconocimiento profundo – como profundo crees que es esa caverna boscosa en
la que los azares, la niebla y el río te
han precipitado- del mundo y de la
naturaleza.
Eres frágil, sangras un poco – eso te hace
consciente de que aún estas vivo- y no
tienes nada salvo tus propias manos y tu ropa empapada. De agua, de suciedad
medrosa que te corre por las entrepiernas, de sudor, de sangre (hay mas sangre
escapándose de ti que la que en principio ves). Hiedes.
El bosque lo sabe. Tu también.
Hiedes. Y tu hedor es tu rastro, tu
marca, tu señal tu perdición si llegase la noche y no encontraras refugio….eso
crees, eso imaginas, pero la imaginación y la realidad aquí, ahora, en este
instante son lo mismo como las luciérnagas y las hadas, las ramas y las garras,
los frutos que te confortan y los que te transportan a telúricos paisajes.
Te yergues. Norte, sur, este, oeste,
arriba, abajo, el musgo, la corteza, el cauce, el sendero, la trocha, el
viento….
Todo esto te llevaría a casa, todo esto
te acercaría a esa borda que esta doscientos metros más arriba, donde podrías
descansar, secarte –si acertarás a hacer fuego- y esperar a otro excursionista
que te encaminase hacia tu coche, tu seguridad, tu hogar.
Pero hay mucho musgo, las cortezas se
caen y son devoradas lentamente por los xilófagos, el sol se esta volviendo
perezoso y da paso a una luna gorda y el viento te aterroriza más que te guía.
Frío, otra vez niebla, hambre y sueño y tu
hedor emponzoña la noche. Los buhos y las lechuzas protestan, les estas
espantando la cena, asustas a los ratones, haces un insoportable ruido que
quiebra su quietud.
Nadie te espera. Hoy eres consciente que nunca nadie te ha
esperado. No ves mucha diferencia entre esta boscosa gruta y eso que unos
llamarían hogar, otros domicilio y tu simplemente hipoteca.
Aquí no hay calor. Allí tampoco. Aquí puede
que te coman, allí te devoran. Te devoran los pagos, te devoran tus compañeros,
te devoran tus jefes, te devoran los celos cada vez que la ves a ella devorada
por los ojos depredadores de tus vecinos, tus amigos, del presentador de la
televisión, de las fotos de tus hijos, de los hijos que enterraste un poco más
arriba justo al lado de un tronco grueso y carcomido, muy similar al que
amparado en la niebla te golpeo cuando venías de hollar con hierro y carne a la
que de celos te había podrido.
Raúl Sánchez Alegría febrero 2011
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